Nacional
El miedo que sentí ante el abuso de poder de un policía federal con arma larga
Desde hace más de un año he estado haciendo trabajo de campo con personas que viven en las calles de la ciudad de Tijuana.
Desde hace más de un año he estado haciendo trabajo de campo con personas que viven en las calles de la ciudad de Tijuana. Entre otros objetivos de investigación, he documentado un sinnúmero de relatos y testimonios de indigentes que hacen referencia a las detenciones arbitrarias, tratos inhumanos y al abuso de poder por parte de distintas instancias policiales. La tarde del 6 de diciembre tuve la experiencia de lidiar con estas situaciones en carne propia. Las escribo aquí como una manera más de transmitir las vejaciones a los derechos humanos que se cometen a discreción por los agentes federales, lo que constituye el pan de todos los días para muchos de los habitantes de calle.
El grupo de personas con el que he asistido desde hace más de un año y medio habita en las faldas de un cañón que está delimitado por el muro fronterizo y una vía rápida que lo bordea en forma de herradura. El lugar es de difícil acceso pues está aislado, hay que sortear el paso de vehículos a toda velocidad y hay que gastar unos 10 minutos para bajar entre laderas escabrosas, astillas y matorrales.
La tarde del 6 de diciembre, como parte de mis actividades etnográficas, asistí a dicho espacio. Para mi sorpresa, un helicóptero volaba sospechosamente bajo entre ambos espacios nacionales y observé desde el filo del cañón un gran despliegue de policías federales (después averigüé que estaban adscritos a la División de Seguridad Regional) y de la patrulla fronteriza del lado norteamericano.
Si el objetivo explícito de esta corporación es “salvaguardar la vida, integridad, seguridad y derechos de las personas” lo que viví fue todo lo contrario.
Cuando llegué a la orilla del cañón, a escasos metros de mí, por la derecha y por la izquierda se aproximaron dos agentes encapuchados que emitieron un grito: “¿Qué chingados haces ahí parado? Tírate ahí con los demás” y me señalaron, con el hocico de su metralleta, un área llena de matorrales donde tenían sentados a tres indigentes con quienes había interactuado durante mis visitas a ese espacio. Impávido, solo emití un tartamudeo que no terminó en mensaje pues uno de ellos, a tan solo ya un metro de mí, rugió un “cállate y ponte ahí”. Me fui haciendo chiquito, encogiendo mis piernas y mi voluntad y me senté sobre la maleza espinosa.
Sosteniendo el arma larga con las dos manos y con su enorme cuerpo acorazado que me miraba hacia abajo comenzó una interrogación, que más que preguntas consistió en una serie de improperios que se sobreponían a cada intento de palabra que yo emitía. Evidentemente, no quería preguntarme nada ni quería entablar un diálogo, menos informarme por qué me detenían, solo quería dejar claro quién mandaba ahí. Me quitó la licencia de conducir con la que me identifiqué y se apartó a charlar con otros uniformados.
Unos instantes después nos rodearon cuatro de ellos y uno más se acomodó frente a nosotros para sacarnos fotos con su celular. Recuerdo que en ese momento pensé que debía decir algo para evitar ser retratados, pero la violenta cercanía de las armas de los enmascarados anuló mi fuerza para hacerlo. No sé para qué las usaron o las van a usar, pero el destino de esas fotos ahora es una incógnita para mí.
Más que sentirme seguro e íntegro, me sentí vulnerable, dócil y anulado.
Lo que sentí al tener frente a mí a un policía federal encapuchado y gritándome con metralleta en mano fue miedo. Mucho miedo. Si el objetivo explícito de esta corporación es “salvaguardar la vida, integridad, seguridad y derechos de las personas” lo que viví fue todo lo contrario. Más que sentirme seguro e íntegro, me sentí vulnerable, dócil y anulado.
Allí en esa área urbana, olvidada y residual, estábamos a merced del anonimato del pasamontañas, el chaleco antibalas y las armas largas. Sentía que se diluían no solo las posibilidades de establecer un diálogo razonado, sino también todo tipo de garantías vitales que pudiéramos tener. Me da horror pensar que si este es el trato que una fuerza civil tiene con sus ciudadanos, haciendo una actividad totalmente lícita, qué pasará cuando estas acciones se ejerzan por aquellos con fuero militar. Uno siempre se pregunta “¿con qué derecho lo hacen? ¿qué derecho tienen de tratarnos así?”, lo terrible es que están a punto de tenerlo.
Varios minutos después, al escucharme un discurso articulado y al informarles que me encontraba realizando mi tesis de doctorado, ejercieron un trato diferenciado conmigo. Lo increíble es que, aún estando en el mismo sitio y bajo los rigores del mismo operativo, pude ser separado cualitativamente de estas personas. No sin recordarme agresivamente que no tenía nada qué hacer ahí, me dejaron ir… pero a estas personas no. Ellos siguieron subyugados, impotentes y humillados.
Los indigentes son representados como seres desechables, que pueden ser utilizados a voluntad del empistolado porque nadie va a ir a reclamar por ellos.
Esto es así, porque, según lo que he averiguado con anterioridad, los indigentes son representados como seres desechables, que pueden ser utilizados a voluntad del empistolado porque nadie va a ir a reclamar por ellos, porque a nadie le importa que se interponga una queja por violar sus derechos humanos, porque no hay conmoción y empatía ante el sobajamiento del que son objeto, porque, en pocas palabras, da igual si estas personas se van a la fosa común, de todos modos ya vivían en el resumidero urbano.
Como me han dicho en otras ocasiones, ante los inminentes operativos, la única posibilidad que les queda es esconderse en los matorrales, en los bajo puentes, en las alcantarillas y en los recovecos de la infraestructura urbana. Y mantenerse ahí, inmóviles, agazapados, esperando que pase el asedio para volver a ser olvidados. Su respuesta al acecho y al trato inhumano policial ha sido hacerse invisibles, más de lo que ya son para la sociedad.
Si lo que he relatado aquí ha sido un caso aislado de lo que sentí al enfrentarme a los agentes de esta maquinaria policial, ya podemos imaginar lo que es vivirlo cotidianamente y sin recursos sociales y políticos para enfrentarlo, como es el caso de millones de personas, incluidas estas poblaciones callejeras. Si esto sigue así, se avizoran tiempos siniestros.
* The Huffington Post